Literatura y Experiencias

Por Gerson Huerta Herrera
Si existe algo tan maravilloso en el mundo que nos permite vivir y seguir viviendo por el resto de la existencia, esa es la memoria, y en lo que ella está depositada.
José María Pérez Gay escribió al inicio de El imperio perdido: "la literatura es la zona más acogedora de la existencia... sus novelas, ensayos, cuentos... hacen al mundo más habitable [...]", y sentimos que está en lo cierto, no tanto por su abarcamiento, sino por lo maravilloso que resulta haber vivido las experiencias para luego plasmarlas en el papel. De eso se encarga la literatura y sus agentes: de hacer de las imágenes, palabras, para poder hacer de las primeras una vivencia en el infinito. Rosa María Campillo ya lo manifestó en su artículo La relación de poder entre el intérprete de la vida y su texto: la literatura como narración de experiencias históricas: "Se escribe sobre algo que uno quiere denunciar, para traer al presente aquello que corre el riesgo de ser olvidado, porque no se quiere que se olvide".

A casi todos nos ha pasado algo en la vida que nos es difícil no recordar, y ese suceso nos taladra el cerebro y nos acompaña por mucho tiempo, situación que si bien no es incómoda pero que sí es espeluznante en el sentido que es inevitable de olvidar; entonces es en ese momento en el que nuestro único recurso cerca es escribirlo para la posteridad. David Toscana declara: "[...] el novelista posee una libertad de interpretación del pasado que no tienen los historiadores; hay que aprovechar esta libertad para alcanzar posibles verdades o al menos mover a reflexión al lector [...]", y esto es un claro movimiento hacia la percepción de que las historias contadas en una novela o un cuento son motivaciones para el lector y su cultura; para su estética y su sentimentalismo; y este lector podrá también convertirse en autor, en donde se despejará de sus miedos y sus temores, de sus ansiedades y angustias, alegrías y melancolías, y decidirá todo eso trasladarlos al pedazo de hoja escogida y escribirá y escribirá, tal vez con pausas estimadas, pero siempre con aquel sentimiento al haber conocido pasajes de otros en sus libros.
Las experiencias vividas, y las contadas por los antepasados, recurren a despertar nuestra mente y a preguntarnos qué significan aquellas, qué tan importantes suelen ser, y a querer comparar estas con las de otras personas (a unos les suceden). Sin embargo -y aquí quiero hacer hincapié-, lo increíble es que gracias a estos acontecimientos es que uno ya empieza a sentir las primeras señales de la escritura, de querer compartir con desconocidos lo que se ha vivido. Esto les ha sucedido a casi todos, por no mencionar todos, los escritores de habla y no habla hispana, pero me detendré unos instantes en señalar a quien su narrativa es únicamente esencia de puras vivencias personales y contadas sobre todo por su abuelo: Gabriel García Márquez. Relatos extraordinarios y fantasmales contadas por su abuela Tranquilina; experiencias al aire libre con su abuelo Nicolás, y este contándole sobre las guerras civiles en donde ha participado, y también el de haber presenciado la matanza de los trabajadores de la compañía bananera; sus experiencias al haber visto el tren amarillo circulando por su casa rústica y con corredores a ambos extremos, y el conocer el objeto duro, helado y transparente llamado hielo, y también conocer a los amigos de sus abuelos que después, años más tarde, los retrataría, casi igual como los vio, en Cien años de soledad. Esta similitud ocurrió con Mario Vargas llosa, pues sus experiencias vividas en el colegio militar Leoncio Prado, y todos los abusos ocurridos allí fueron contados en La ciudad y los perros, y siempre con un toque irrealidad y subjetividad para brindar al lector extrañeza y nostalgia. Lo que más impacta es, obviamente, lo que el escritor cuenta, pues se despoja de un pedazo de su vida para regalar y confiar en que le servirá para algo: o bien para disfrutar o despreciar por ser imbecilidad; y así nosotros somos también merecedores de escoger entre esos caminos, porque también tenemos algo por soltar, algo por escribir y algo por contar.

Acaso solemos estar tan solos que nadie nos quiere escuchar, pero tal vez el papel quiere conversar contigo, quiere que con tu lápiz le cuentes qué escuchaste de tu abuelo, qué viste con tus crisoles, o qué te atormenta, quizás tus veleidades juveniles o tus frustraciones qué te hizo desgarrar las paredes a puñetazos y qué hizo que de tus nudillos borbotara sangre, o tal vez tus momentos de angustias en las que gritaste al cielo -como Aureliano Babilonia en la última escena del pasaje- que trajera el final de la vida, porque esta existencia no es existencia, sino un reflejo de lo que no es.